Pizcas de historias, relatos que inspiran, cuadros que impresionan o cosas que nos retienen

Pizcas de historias, relatos que inspiran, cuadros que impresionan o cosas que nos retienen
viernes, febrero 11, 2005
Se hallaba de nuevo, inclinado hacia la mesa. Si entrabas, te sumergías en una humareda que poco a poco intentaba asfixiarte, pero qué bien olía. En la mano derecha descansaba su cabeza y entre dos dedos, un cigarrillo del que exhalaba suavemente, sin levantar la vista del libro. Sus pies, casi siempre cruzados, completaban la imagen de aquellos que lo conocían. Y se hallaba de nuevo, inclinado sobre un libro, y en su hora libre se había quedado solo. Leía, dijo, porque su vida no le satisfacía. El final del cigarrillo le desvió la mente. Percibió que un movimiento a través del cristal enmarcado en puerta le llamaba, y aunque solo vio dos ojos, fue suficiente. Ella no iba a entrar. Le había dicho, “sígueme”, y él se levantó. Un pasillo amplio separaba de esta habitación el baño principal. Ya se abría esa puerta y desde el otro lado, aunque no la oyó, le dijo, “sígueme”, y él, nervioso, la seguía. Tras la sombra de su abrigo buscó, desesperadamente. Abrió y cerró más puertas secundarias. Se apoyó en el mármol y se asustó. De nuevo en la sala. Había cogido otro cigarrillo y estaba ante la ventana, con una mano en el bolsillo del vaquero. Miraba el patio, vacío. Se preguntaba qué le había pasado. Estaba aún nervioso, su respiración y sus piernas le delataban. Se decía, “no, no, hasta aquí”.

La gente dice que a menudo sale a pasear. Que lleva a su retoña en un cochecito y se distrae ante un árbol sin hoja. La niña se vuelve impaciente y él se sabe continuador del camino. También es producto de risa de sus estudiantes el que a su mujer se le haya olvidado recoger dos gorros de paja de la bandeja trasera del coche. Con sendos lazos rojos, otorgan a la mujer la propiedad del vehículo. A pesar de todo, los que le conocen saben que tan solo es una apuesta ganada en su mocedad, y que ahora únicamente le proporciona seguridad. Los dos gorros de paja y sus lazos, hace tiempo que no se mueven.

Desde mi ventana las nubes anulaban las cimas de las montañas y un poco más a lo lejos, entre monte y bosque se adivinaba un aguacero eterno. Ya en la ciudad, nada más cerca de mi vista, mi vecina se esforzaba en tender ropa húmeda a la que nunca acaba por darle el sol. La pobre señora Gala, encorvada por el peso de la edad, siempre le preguntaba a mi madre porqué todavía sus cinco hijos treintañeros seguían bajo su techo: “¿qué es lo que he hecho mal?” se preguntaba. Mi madre, sin más le rogaba que le aceptase un vasito de tequila que al fin y al cabo, son el mejor remedio para estas cosas. Tras horas y horas de conversación me presentaba por allí con la única idea de advertir a mi madre que saldría a la librería, y que regresaría únicamente cuando los libros dejasen de engalanarme. “Mientras, –decía la pobre señora Gala-, Joaquín se esfuerza una y otra vez en encontrar un trabajo que no debe de existir porque mira que busca y busca y no para de buscar, desde que se despierta hasta que llega a casa tarde, muy tarde, y chica, no hay manera”. Yo las miraba cuando iba a salir, percibiendo que la señora Gala mientras tanto me observaba pacientemente. De pronto me sonreía. Jamás he sabido cómo afrontar la frase inquisidora de su sonrisa que siempre me recuerda lo que una vez me dijo: “no te puedes casar con un libro”.

Salía de casa. Apuraba inquieta un paraguas del rellano y bajaba las escaleras escrupulosamente, vigilando con recelo no resbalar ante lo húmedo de los peldaños. Al lado de la librería quedábamos para hablar de esa estrella del jazz que a todo el mundo gusta pero que casualmente a nadie interesa. Horas interminables en la vieja cafetería, al estilo cabaret, llegaban a recordarme que yo debería haber sido quien le dijese a la señora Gala que eran sus hijos quienes jamás se casarían, y no yo, que enamorada estaba de todos los libros y que cada noche los hacía míos. Poco a poco fuimos haciendo nuestra la mesa del final de la cafetería, el café con hielo de siempre y saludando de igual manera a la joven de la barra, que bien podría haber sido malabarista. Recuerdo que una vez le esperaba en la entrada, (supongo que por el pudor de que te vean esperando sola en una mesa) mientras observaba el caminar de la gente que viene y regresa, que nunca se cansa. Un señor ya entrado en años que pasaba por allí me preguntó si el piano tan bonito de la entrada estaba en venta. Sobre el instrumento había depositados 3 libros: “Problemas candentes de la historia de China…” de unos años que ahora mismo no recuerdo. Además unas velas de color amarillento le ofrecían el toque indispensable para recrear por uno mismo el ambiente de un club de finales del XIX. No supe qué contestar en un primer momento, pero desconociendo al individuo le dije que suponía que no, que únicamente estaba de adorno, al igual que el resto de la decoración. – ¿Me permite un momento?, –me preguntó. – Creo que sí, –le respondí. Asiéndole yo sus bolsas de la compra, el anciano levantó la tapa y a continuación el tapete del teclado. –Estará bastante desafinado, – le advertí, –hace tiempo que nadie lo toca. Después de sorprenderme con la agilidad de sus dedos, comentó con enfado: –qué indolencia por su parte. Buenas tardes–. No entiendo bien porqué todavía recuerdo este desafortunado encuentro. Supongo que porque el anciano debió sentir el descuido de un piano con la misma negligencia que yo siento por los libros desaliñados. Cuando por fin llegó Luca, encontré en su mirada un abismo de demencia. Era inevitable que pensara en lo mismo. Una semana lo veías con su hija riéndose a carcajadas, como otra descifrabas que a quien hablaba era a su mujer. Nunca descansaba del dolor.

– Sé que si en algún momento no llegase a escucharla me perdería en mí mismo, – me dijo. –Sé que cada día sería como una ola del mar, que trágicamente me destrozaría el rostro con su abatida, se va y vuelve, y otra vez, y en cuestión de segundos, desaparecería. El mar, como ella, hermosa, y su abatida, y su abatida…, pero es su ida lo que me aterra, Penélope – escuchaba yo-, no puedo evitarlo.

– Luca, lo que de verdad temes es escuchar lo que quiere decirte, lo que nunca llegas a oír.
Como rechazando de antemano mi propuesta, fruncía el ceño.

– Deberías dejar de leer a Freud, –reprochaba él.

–Quizás…